Luis Gastélum Leyva
Y el río remonta su curso, repliega sus velas,
recoge sus imágenes y se interna en sí mismo.
O. P.
“Soy humano, una criatura falible, con su fardo de pecados y de algunas cosas buenas. No me arrepiento de mi pasado ni me doy golpes de pecho. Lo único que puedo decir es que sigo amando a la vida”. Así se expresaba Octavio Paz dos años antes de su muerte, acaecida el 19 de abril de 1998, ante la pregunta de Braulio Peralta de ¿cómo se contempla a sí mismo? (El poeta en su tierra, Grijalbo, 1996). La poesía fue el destino de Octavio Paz y, como muchas otras actitudes de su vida, la defendió con las uñas de la palabra. “La gran poesía –decía el poeta–, la última o la mejor, debe ser clara y anónima, como la del Romancero Español, algo que se puede beber a todas horas y en todas las épocas”. Descreía que la poesía moría con el poeta. De aceptarlo, decía, significaría aceptar la muerte de la humanidad. Desde la infancia bebió de los néctares de la inspiración de Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera y Amado Nervo. Pero ese tiempo era elástico y el espacio giratorio. Todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo. Para el niño Octavio Paz el mundo era ilimitado y, no obstante, al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras. Pero un día, no de golpe, sino poco a poco, se rompió el encanto y la infancia se perdió, como en un conteo rápido, y el niño se hizo poeta. A los siete años de edad se manifestó su vocación poética, alimentada por el ambiente de intensa actividad cultural que le rodeaba. Otros poetas y escritores, como Luis Mario Schneider, citan que Paz recordaba una infancia ingrata en una casa grande con un jardín en escombros, con insectos, la sombra de una higuera, la hierba, la tierra, las piedras y la basura y que después describió en su poema Casa grande: “Eramos una familia venida a menos, empobrecida por la Revolución y la guerra civil. Nuestra casa llena de muebles antiguos, libros y objetos, se desmoronaba poco a poco. A medida que caían los cuartos, nosotros llevábamos los muebles a otro cuarto. Recuerdo que durante mucho tiempo viví en una habitación espaciosa, pero a la que le faltaba parte de un muro. Unos suntuosos biombos me defendían bastante mal del viento y de la lluvia. Una enredadera se metió en mi cuarto…”. Pero el poeta, aquel que escribió de La palabras: Dales la vuelta, cógelas del rabo (chillen, putas) azótalas, dales azúcar en la boca a las rejegas, ínflalas, globos, pínchalas, sórbeles la sangre y tuétanos, sécalas, cápalas, písalas, gallo galante tuérceles el gaznate, cocinero, desplúmalas, destrípalas, toro, buey, arrástralas, házlas, poeta haz que se traguen todas las palabras, no se amilanó y al paso del tiempo logró, con gran lucidez, la simbiosis de la poesía con otra de sus grandes pasiones: la historia, lo que le permitió ocuparse de sus grandes preocupaciones: el hombre y su sociedad, México y su sistema, la libertad y la palabra: “Si ésta será una sociedad humana, tendrá que oír a los poetas. Una nueva sociedad tendrá que tomar en cuenta su poesía, si quiere tener una idea clara de lo que es el ser humano”. En El laberinto de la soledad, un texto vigente y obligado para conocernos mejor y que se publicó hace más de medio siglo, Paz ofreció sus primeras reflexiones sobre el país: “México, uno de los países que aún posee eso que llaman color local y rito de ambigüedad legendaria, si pobre de historia moderna parece que se siente avergonzado de estos dones, signo de su miseria y su pureza, de su incurable capacidad para vestir el uniforme gris de la civilización contemporánea. La poesía mexicana es la expresión de esta timidez, de esta vergüenza”. Cuando el Premio Nobel de Literatura 1990 (“No me pregunten nada sobre el Nobel. Parecemos colegiales de fin de año en que se nos ponen orejas de burro, o de oro. Es una lata hablar de los premios”) inauguró la Feria Internacional del Libro de Francfort hizo un llamado a favor de editores más audaces y de escritores que no temían a quedarse solos y que habían aprendido a decir: “No. La misión más alta de la palabra es el elogio del ser. Pero antes hay que aprender a decir no, sólo así podremos ser dignos y tal vez decir ese gran sí con que la vida saluda diariamente al día que nace”. Durante la apertura en 1997 del Congreso Internacional de la Lengua en Zacatecas, Paz envió un mensaje videograbado. En él asentó: “El idioma vive en un perpetuo cambio y movimiento; esos cambios aseguran su continuidad y ese movimiento su permanencia. Gracias a sus variaciones, el español sigue siendo una lengua universal, capaz de albergar muchas singularidades y el genio de muchos pueblos. El lenguaje está abierto al universo y es uno de sus productos prodigiosos, pero igualmente, por sí mismo, es un universo”. Paz también habló entonces de la vocación del poeta y de su amor por la palabra: “Cada palabra, al mismo tiempo, dice y calla algo, saberlo es lo que distingue al poeta de los filólogos, de los gramáticos, de los oradores, y de los que practican las artes sutiles de la conversación. A diferencia de esos maestros del lenguaje, al poeta lo conocemos tanto por sus palabras, como por sus silencios. Desde el principio, el poeta sabe, oscuramente, que el silencio es inseparable de mis travesías por los arenales del silencio”. Tras un largo silencio de varios meses con motivo de su enfermedad que lo mató, en una entrevista televisiva refirió: “La poesía es la memoria de los pueblos, pero también es aquella parte secreta del alma de cada uno de los pueblos, en la cual, de alguna manera muy oscura y muy ambigua, se refleja y se perfila el futuro”. Añadió que a través de la poesía fue creando un personaje, “al hombre, al adolescente, al hombre maduro, al hombre en las puertas de la vejez, al hombre antes de la muerte, al que le han pasado todas esas cosas que yo cuento en mis poemas, no sólo yo, todos los poetas”. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, dijo Octavio Paz en la ceremonia donde le fue entregado el Premio Nobel de Literatura, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama “caer en la cuenta”, discurría entonces el poeta, es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Por eso estamos seguros que a Paz le hubiera gustado haber vivido estos tiempos de cambios en México, que él tanto anheló y al que tantas opiniones dedicó. “Vivimos no sólo el fin de un siglo, sino de un periodo histórico –expresó el autor de El ogro filantrópico durante el brindis de la ceremonia real del Nobel–. ¿Qué nacerá del derrumbe de las ideologías? ¿Amanece una era de concordia universal y de libertad para todos o regresarán las idolatrías tribales y los fanatismos religiosos, con su cauda de discordias y tiranías? Las poderosas democracias que han conquistado la abundancia en la libertad ¿serán menos egoístas y más comprensivas con las naciones desposeídas? ¿Aprenderán éstas a desconfiar de los doctrinarios violentos que las han llevado al fracaso?”. Al referirse a esa parte del mundo que era la suya, América Latina, y especialmente a México, su patria, se preguntaba: “¿Alcanzaremos al fin la verdadera modernidad, que no es únicamente democracia política, prosperidad económica y justicia social, sino reconciliación con nuestra tradición y con nosotros mismos? Imposible saberlo. El pasado reciente nos enseña que nadie tiene las llaves de la historia. El siglo se cierra con muchas interrogaciones”. Y luego de afirmar que hay muchas teorías y ninguna del todo confiable, Paz finalizaba su discurso de Nobel diciendo: “La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación”. Por eso podemos afirmar que, a 15 años de la muerte del poeta, no sólo la poesía descansa en Paz, sino que también sus anotaciones filosóficas le dan vigencia a su pensamiento y a la historia y confirman que él fue un poeta en su tierra, aunque “el grupo inquisidor” de los diputados, como les llama Jacobo Zabludovsky, aleguen que “no reúne las cualidades para que su nombre fuera puesto en letras de oro en el muro del recinto legislativo”. “No cierro los ojos ante la muerte –le confesó el poeta a Braulio Peralta–. Al contrario, quiero tenerlos abiertos. No se vive del todo si no vivimos con ella. Platón decía que filosofar es prepararse a morir. Yo diría que la vida misma es preparación para la muerte. Vida y muerte son mitades de la misma esfera. La muerte no es lo contrario de la vida: es su consumación. Si amo la vida, ¿cómo podría temer a la muerte?”.
Un poeta más allá del bien y del mal
Hay un momento en que Octavio Paz se convierte en leyenda, en mito, escribió en El País José Andrés Rojo en el centenario del nacimiento del poeta. Si hubiera sido militar, dice Rojo, le hubieran erigido una estatua ecuestre para que levantara la espada apuntando más allá del horizonte. Roberto Bolaño lo incorporó en un fragmento de Los detectives salvajes para hacerlo encontrarse con Ulises Lima, uno de los personajes centrales de la novela. Clara Cabeza cuenta en la historia bolañana que fue secretaria de Octavio Paz, y explica: “No saben ustedes el titipuchal de cartas que recibía don Octavio y lo difícil que era clasificarlas. Como ya se imaginarán, le escribían de los cuatro puntos cardinales y gente de toda clase, desde otros premios Nobel como él hasta jóvenes poetas ingleses o italianos o franceses”. Es, dice Rojo, el retrato de una celebridad que supuestamente podría estar más allá del bien y del mal. Octavio Paz Lozano nació en la ciudad de México en el tradicional barrio de Mixcoac el 31 de marzo de 1914. Su madre era española; su familia paterna, en cambio, liberal e indigenista. Su abuelo escribió novelas históricas, su padre participó activamente en la Revolución mexicana. De niño vivió una temporada en Estados Unidos, donde volvería muchas veces a lo largo de su vida, y tuvo una educación sofisticada. Estudió Derecho y Filosofía y Letras, y empezó trabajando en las misiones educativas del general y presidente Lázaro Cárdenas. Entre 1943 y 1945 vivió en Nueva York y San Francisco, luego se instaló en París como diplomático, en 1952 viajó por India y Japón. Vuelta a México en 1953. Entre 1962 y 1968 fue embajador de México en la India. Dio clases en universidades estadounidenses, fundó revistas de la relevancia de Plural y Vuelta, se casó dos veces, con Elena Garro en 1937, con la que tuvo su única hija, Helena, y en 1969 con la escultora francesa Marie Jó Trianin. Escribió y escribió, ensayos y poesía. Obtuvo el premio Cervantes en 1981 y el Nobel de Literatura nueve años después. De Ladera Este, uno de sus grandes poemas, son estos versos: Yo escribo a la luz de una lámpara / Los absolutos las eternidades / Y sus aledaños / No son mi tema / Tengo hambre de vida y también de morir / Sé lo que creo y lo escribo. En una carta de 1982, Octavio Paz le contaba a Pere Gimferrer de su vida desordenada en Nueva York y San Francisco entre 1943 y 1945: “Viví durante meses en el vestiaire de un club de unas señoras viejas en el sótano de un hotel de San Francisco. Más tarde, en Nueva York, tuve empleos pintorescos, como el doblaje de películas, y quise alistarme en la marina mercante. Por fortuna me rechazaron y así me salve de un torpedo alemán y de un naufragio. Sin embargo, fui terriblemente feliz. La libertad recién conquistada fue una suerte de embriaguez”. Después de un largo diálogo epistolar de más de 30 años con el poeta catalán, Paz le escribió la última carta justo un año antes de su muerte, el 19 de abril de 1998, en la que, entre otras cosas, le revelaba su alicaída salud: “Los dolores y las molestias todavía no me dejan. Escribí esta carta como un recurso en contra de las embestidas de la enfermedad, que se resiste a dejar mi cuerpo”. La última carta de Paz respondía al envío de Mascarada, una vibrante sucesión de imágenes poéticas de Gimferrer que, según sus críticos, tiene su origen en la toma de conciencia del poeta catalán ante la mortalidad y el intento de conjurar la muerte a través de la afirmación de la vida mediante el amor, y que escribió en apenas tres semanas a comienzos de otoño de 1995: “Repentinamente sentí la conciencia de la muerte –comentaba de su propia obra el mismo Gimferrer–, una amenaza que sólo es tangible a partir de una cierta edad, cuando el tiempo se convierte en algo más que en una mera especulación. Ante esa pulsión se produjo como una especie de precipitado. Las imágenes surgían tan rápidamente que no tenía tiempo de racionalizarlas, de escudriñar su significado, aunque sabía que éste terminaría por aparecer y tenía claro el sentido general del poema, que es el deseo que tenemos las personas de ser algo más que un animal que muere”. Y Paz, con el gran afecto y respeto que manifestaba por su amigo y editor, le respondía en su última carta con adulaciones (“Signos, visiones alternativamente suntuosas y espectrales. Delirio visual y delirio verbal. Pero todo controlado, regido por la lógica de la pasión que es igualmente una estética. El poema está recorrido por un erotismo fantasmal y que merece el adjetivo tan amado de los surrealistas: escandaloso”) pero también con el ojo crítico con el que aguzaba sus opiniones, toda vez que el poeta catalán incluyó en Mascarada un pasaje que llama la atención no sólo por su contenido, sino también por el hecho de que, en medio de un poema lleno de imágenes oníricas y eróticas, de atmósfera a veces intimista y otras levemente elegiaca, hay unos versos que devuelven bruscamente la atención al momento en que fue escrito: Es bajo ser criado de uno / como ese Felipe González / No pongáis las zarpas aquí / Soy insumiso a este gobierno / Quicallería sevillí / Gobierno de ropavejeros. Por ello, Paz le decía en su última carta: “¿Reparos? En verdad, sólo uno: me parece que no eres justo con Felipe González. Condenar es fácil… Hay también la cuestión espinosa del Ángel de coprofilia. Amo los excesos pero las metáforas audaces que envuelven a esa práctica con una luz sulfurosa y, hay que decirlo, inocente, no me reconcilian. He leído cientos de novelas libertinas y te confieso que ciertas páginas de esos libros provocan en mí una invencible repulsión. Pero no condeno esos pasajes por lo demás –con aciertos admirables— sino que los aparto de mí. Mi reacción es física, no moral ni estética”. Y en un largo paréntesis aducía el poeta mexicano: “Sobre el lugar del excremento y de los hedores en la imaginación y en la sensibilidad humana he reflexionado varias veces, sobre todo durante una visita, hace unos diez años, a una ciudad casi abandonada de Rajastán, en donde nos alojamos en el antiguo palacio de los señores, hoy vuelto hotel. La inmundicia de las calles y de muchas antiguas residencias, hoy ocupadas por familias miserables, contrastaba de manera violenta y obscena con la belleza de algunos edificios y sus pinturas. La habitación en que nos alojamos Marie José y yo, los muros y el techo cubierto de espejos diminutos –fantástica multiplicación de los cuerpos— y las vitrinas repletas de pequeños frascos de perfumes, hoy evaporados, nos pareció como habitar en la casa misma de los aromas. Y todo rodeado, afuera, del hedor: la muerte. Escribí unas notas sobre esta experiencia y, si la enfermedad al fin me deja, me propongo darles forma y publicarlos”. Y luego de manifestado su anhelo, Paz proseguía en su última carta con los elogios para con su interlocutor epistolar: “Perdona esta interrupción y perdona también mi franqueza. Tenía el deber de decírtelo. Y apenas lo digo, agrego: esto no empaña tu poema. Si me es difícil seguirte en esos atrevimientos, no lo es decirte que mis escrúpulos no son morales ni estéticos: son una sensación y nada más. En fin, Mascarada es una obra singular, a un tiempo negra y luminosa; una obra única en la poesía moderna de este tercio final del siglo. Un texto como la aparición en una solitaria calle nocturna de una figura con el rostro absolutamente blanco en un traje flotando absolutamente negro”. Y en una de las tantas misivas, recogidas en Memorias y palabras. (Seix Barral, 1999) y que como en ningún otro texto revelan la intimidad intelectual de Paz, le confesaba al poeta catalán: “Toda mi vida ha sido una larga pelea con los demonios que han chupado la sangre y sorbido el tuétano de los hombres de nuestro siglo”. O como dice Basilio Baltasar en el prefacio del libro: Octavio Paz reclama a la memoria de los hombres un respeto escrupuloso por la verdad que presidió los días de larga y prolífica existencia: “Mi estoicismo nunca me llevó a desdeñar la vida. Siempre la amé, siempre veneré al ser. En esto, a pesar de la influencia del budismo, fui fiel a mis orígenes mediterráneos y católicos”. O como él mismo escribió en Los signos en rotación: “Debe haber otras formas de ser y quizá morir sólo sea un tránsito”.