El pasado miércoles 15 de marzo, a las 19:30 horas, el Mariachi de la Universidad Veracruzana, en el marco del Programa “Música y contexto o el sonido como historia”, organizado por Difusión Cultural, llevó a cabo el concierto “José Alfredo”, con la participación de estudiantes universitarios como solistas.
Ahí, el Dr. Ángel José Fernández, reconocido académico del Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, habló sobre sus visiones de José Alfredo, en un texto que nos compartió para nuestros lectores y que aquí reproducimos íntegro.
MIS VISIONES DE JOSÉ ALFREDO
Por Ángel José Fernández
Ahora que me preguntan sobre José Alfredo, me doy cuenta de que no hay un solo José Alfredo sino muchos José Alfredos Jiménez, unos altos y entrañables; y otros más bien para el olvido. Cuando José Alfredo murió, el 23 de noviembre de 1973 (pronto se cumplirá medio siglo de su desaparición), a mí me parecía, a mis 20 años de edad, que en la letra de sus últimas canciones había exacerbado su machismo. A mí, por ejemplo, se me hace despreciable lo sobrado de su discurso: “dirás que no me quisiste / pero vas a estar muy triste / y así te vas a quedar. // Con dinero y sin dinero / hago siempre lo que quiero / y mi palabra es la ley…” [etcétera, etcétera], versos para mí muy deleznables del malhadado “El rey”, quizá su último éxito y el cual sigue escuchándose en los momentos más ardorosos de la borrachera.
Ese discurso oblicuo del machista, que tanto le celebran los engallados machos alfas, a mí me repugna y me parece agresivo y gratuito. Así me lo pareció inclusive desde la primera vez que lo escuché. A este José Alfredo sobrado yo lo dejo en el limbo. En cambio, celebro su poesía lírica, su gran altura poética, sus grandes y conmovedoras canciones amorosas, su romanticismo ranchero y sus corridos épicos, trágicos y sentimentales.
Hay, a pesar de lo dicho, muchos otros José Alfredos Jiménez. Uno fue el cantante de estilo peculiar, que interpretaba como ninguno sus propios cantos; aquel que era inimitable, aunque el estilo y sus modos en los escenarios superaban –y con mucho– su registro y la potencia de su voz. José Alfredo era un cantante singular, personalísimo, quizá como Agustín Lara cuando al cantar sus obras le imponía su estilo a la medianía de su voz o su decir, que no su canto; o bien como Armando Manzanero, quien sin el recurso de la voz, apostaba por un estilo, casi hablado como el de Lara; o como Vicente Garrido, quien al cantar también hablaba sus boleros y canciones, pero que cosechaba triunfos gracias al virtuoso que era al ejecutar sus canciones y melodías en el piano, junto a su tersa y apagada voz.
Muy superior ha sido, en mi visión de aficionado y fanático, el José Alfredo Jiménez compositor, el creador de unas 400 piezas, de las que más de 100 siguen aún hoy vigentes en el repertorio de la música popular mexicana (y donde otro ciento permanece aún inédito). Entre sus obras ampliamente reconocidas, distingo dos tipos de estilos de composición: sus canciones líricas –de carácter amatorio, de exigencia y despecho– y sus corridos épicos o populares. José Alfredo era un poeta de doble cuerda: una era la del bolerista ranchero y otra la del contador romancero.
José Alfredo fue el poeta lírico de la época bohemia. Un inspirado, sin cuaderno y sin notas. No tenía más armas que el impulso brutal de sus sentimientos y la pulsión del cazador solitario del amor. Era un creador extraño: no sabía música ni ejecutaba ningún instrumento musical. Solamente echaba mano de su voz, de sus ritmos, de sus melodías –que han sido ante todo las de un creador altamente intuitivo. Todos estos atributos lo han encumbrado como el más genuino de los compositores del género ranchero. José Alfredo tarareaba melodías y arreglaba textos; sobre el fraseo del tema iba apareciendo la historia construida. Repito: José Alfredo fue un compositor vernáculo sin técnica musical y sin conocimiento de la ejecución, aunque supo suplir estas carencias con una poesía de gran altura lírica.
Recordemos que en la trayectoria de su vocación inicial como futbolista profesional, llegó a ser portero del mítico Club España, en donde compartió la portería con Antonio Carbajal, La Tota, conocido también como Cinco Copas. Y como portero sin suerte no es portero, al abandonar la carrera de futbolista y lanzarse por el sinuoso camino del cancionero vernáculo, José Alfredo conservó para siempre su trébol de cuatro hojas.
Con este trébol, encontró en el camino al maestro Rubén Fuentes (1926-2022), el mejor arreglista musical de entonces, con quien complementó la figura artística de ser compositor y además realizarse como cantante de boleros, sones, huapangos y corridos. En este lance importantísimo también cruzó por su camino Silvestre Vargas, quien puso a su disposición su portentoso Mariachi Vargas de Tecalitlán. Quizá provenga de su fama la frase que reza: “De Cocula es el mariachi, de Tecalitlán los sones”.
Y los sones que cantaba José Alfredo los arreglaba, en la segunda mitad del siglo anterior, el maestro Rubén Fuentes. A consecuencia de una serie afortunada de sucesos, y aquí la Fortuna partía indudablemente del talento natural del poeta José Alfredo Jiménez, el aspirante a cantante y autor tuvo acceso a las radiodifusoras, los teatros y las salas de grabación.
Atrás había quedado la actitud del huérfano de padre, que aceptaba, a sus diez años de edad, el desarraigo de su tierra; y quedaba detrás aquel que en la gran ciudad aceptaba cualquier empleo para subsistir. Relevó también su vocación de atleta y futbolista en ciernes y dio paso al ejercicio del artista del canto y de la composición de música ranchera.
José Alfredo fue un poeta intuitivo, de gran sensibilidad y, a veces, sentimental en extremo; siempre libre de cursilería, aunque gustaba de decirle al pan, pan, y al vino, vino. Tuvo afición por el llanto: el que lloran los hombres por una mujer; aquel que dista mucho de ser artificioso o fácilmente dramático. A veces, es verdad, se sobreactuaba aunque nunca con falsía. En “Yo”, su primera composición –escrita a los 20 años– se localizaba ya la pauta del eje constructivo y el valor del llanto. Cito la parte medular de la canción:
Yo, yo que tanto lloré por tus besos.
Yo, yo que siempre te amé sin medida,
hoy sólo puedo brindarte desprecios;
yo, yo que tanto te quise en la vida.
En este ejemplo inicial ya se observaba el arquetipo de su composición y el estilo de sus futuras canciones. Están presentes los elementos sustentadores: 1) el sentimiento humano; 2) la reiteración como propósito aleccionador; 3) la presencia de la tradición: se trata de una cuarteta de endecasílabos con rimas alternas. Y, además –y, entre otros aspectos–, 4) el sentimiento individual compartido con su colectividad; y 5) la burla contra sí mismo, cargada de ironía y formada con base en elementos expresivos y de eficaz comunicación con el auditorio.
En la composición titulada “En el último trago”, insistió de nueva cuenta con el llanto masculino:
Nada me han enseñado los años:
siempre caigo en los mismos errores;
otra vez, a brindar con extraños,
y a llorar por los mismos dolores.
En “La que se fue” impuso a su texto otro énfasis: “Si es necesario que llore, / la vida completa por ella lloro”. Y, en “Ella”, otro de sus éxitos reconocidos, reiteró: “Quise hallar el olvido al estilo Jalisco / pero aquellos mariachis y aquel tequila / me hicieron llorar”. Un último ejemplo, a modo de contrapunto, en donde, por cierto, la que llora no es el ser sino el alma:
Canta, canta, canta,
que tu dicha es tanta
que hasta Dios te adora;
canta, canta, canta,
palomita blanca,
mientras mi alma llora.
El estilo de poetizar de José Alfredo Jiménez estuvo ligado a las formas experimentadas por la tradición popular; impuso, en el contexto de la música popular mexicana, una renovación, a la que contribuyó con los gestos y rasgos estilísticos personales. Sus obras no tienen parangón con lo que se componía al dar comienzo a la segunda mitad del siglo XX y su vigencia ha continuado, inclusive cincuenta años después de su fallecimiento.