Luis Gastélum Leyva
B. Traven fue una adivinanza dentro de un enigma y su nombre, sinónimo de los desconocido y de lo inconcebible. Su vida fue motivo de rumores descabellados y románticas leyendas. Sus más de veinte relatos, entre novelas y cuentos, se han analizado para descifrar la clave que responda a las preguntas de ¿quién fue?, ¿de dónde era?, ¿por qué se ocultó?… B. Traven fue un misterio que duró 50 años. ¿Estadounidense, alemán o mexicano? Existió porque murió. Todos vieron o su cadáver o la fotografía de éste en su féretro, publicada en las primeras planas de los diarios al día siguiente de su deceso, acaecido el 26 de marzo de 1969 en la ciudad de México. Y es que el misterio de su identidad sustituyó a su literatura. “Traven es grande porque grande es su enigma”, escribió Jorge Ruffinelli del autor de La carreta, Gobierno, Marcha al imperio de la caoba, La rebelión de los colgados, El general, El tesoro de la Sierra Madre, La Rosa Blanca y Macario, entre otras obras. Will Wyatt lo describió como “uno de los personajes más misteriosos del siglo XX: el Marie Celeste de la literatura”. Así como ese navío infortunado de su novela autobiográfica El barco de los muertos, que fue encontrado inexplicablemente a la deriva, sin tripulación, de igual modo el seudónimo de B. Traven fue encontrado sólo como un nombre al que no correspondía una identidad, ni siquiera una nacionalidad, pues no había certeza en cuanto al país de origen o al idioma en que estaba escrito. Y con respuestas que sembraban todavía más la duda acerca de su identidad, B. Traven enviaba mensajes quién sabe desde dónde: “Es una vieja regla –decía–, acaso no obedecida lo suficiente, pero una buena regla: si usted no quiere que le mientan, no haga preguntas. La única defensa verdadera que tiene un hombre civilizado contra quienquiera que lo moleste es mentir. No habría mentiras si no hubiera preguntas”. Pero Traven inventó muchas otras mentiras y argumentos, tretas y seudónimos que hicieron crecer el misterio de su existencia por más de medio siglo. Sin embargo, entre más se empeñaba en comunicarse a través de su obra, mayor era la curiosidad que causaba el secreto de ese escritor del que se tejían tantas historias. Se decía que era el escritor Jack London, quien en realidad no había muerto en 1916 y que vivía oculto en alguna parte de México para publicar su obra con un nombre distinto. Que era un leproso recluido en la selva chiapaneca. Que se trataba de un excéntrico millonario que, atormentado por el sentimiento de culpa que le ocasionaba la abundancia, se había decidido a escribir en favor de los humildes y de los desposeídos. También se decía que era la reencarnación de Ambrose Bierce, escritor estadounidense desaparecido en el México revolucionario y de quien nunca se supo nada más. Que era un personaje de la nobleza europea que había decidido emigrar a México y dedicarse a escribir. Que era el explorador Frans Blom, quien vivió en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, y que escribió sobre esa región. Que era un bandolero o un criminal de guerra huyendo de la justicia. Que era un grupo de escritores que utilizaban el seudónimo de B. Traven para publicar relatos de manera conjunta.

Que era Esperanza López Mateos o su hermano Adolfo, el entonces presidente de México… Sorprendía –y sorprende más ahora– que una persona del mundo literario, donde el deseo de darse a conocer es básico, no buscara figurar y sí, por el contrario, acrecentar ese halo de misterio que merodeaba su vida y su obra. Traven era reacio a los premios y reconocimientos literarios, a los que consideraba como “escaparate de vanidades”. Negaba la literatura como una actividad superior a cualquier otra y equiparaba el compromiso de su oficio de escritor con el de cualquier otro trabajador: “Todo hombre –decía– tiene el deber de servir a la humanidad con lo mejor de su fuerza para aligerar las cargas de la vida de otros hombres y dirigir su pensamiento hacia grandes fines. No siento que sea yo una persona que desee estar a la vista del público. Me siento un trabajador entre los hombres, común y sin fama, como cualquier otro que cumple su tarea para llevar a la humanidad un paso adelante”. Estableció siempre una crítica intensa a la pulsión burocrática por determinar la identidad con base en papeles. En El barco de los muertos, su primer éxito editorial y en el que por primera vez utilizó el seudónimo de B. Traven, el marinero estadounidense Gerard Gales, al llegar al muelle de Amberes se encuentra con la noticia de que su barco zarpó y lo abandonó sin pertenencias ni documentos. El problema más relevante que el marinero tiene que enfrentar es probar su identidad cuando un funcionario le explica: “Mire, usted puede pensar que es una tontería, pero dudo de su nacionalidad en tanto no tenga un certificado. El hecho de que usted esté sentado frente a mí no es prueba de su nacimiento”. Traven Torsvan Croves nació en Chicago el 3 de mayo de 1890. Fue hijo de los inmigrantes Burton Torsvan, de Suecia, y de Dorothy Croves, de Noruega. A los 11 años se enroló como gurmete en un barco, su pasión. Su familia regresó a Europa y se estableció en Alemania. Trabajó paleando carbón para atizar el fuego de las calderas de vapor de los barcos de carga, lo que le permitió viajar por los siete mares. De esta época nació el marinero Gerard Gales. En Alemania, que era un caldero hirviente de pasiones políticas desbordadas para terminar con la guerra y establecer el orden social, Traven se incorporó a organizaciones anarquistas y empezó a hacer periodismo y escribir literatura con el seudónimo de Ret Marut. Traven era una de las cabezas señaladas para ser cortada por el filo del hacha asesina de Hitler, por lo que decide poner la suficiente cantidad de agua entre él y sus perseguidores. Atraviesa el océano rumbo a Estados Unidos y luego de enterarse de que en su ciudad natal han sido sentenciados a muerte sus correligionarios anarquistas Sacco y Vanzetti, desvía su viaje hacia el sur. Como tripulante de un carguero y sólo con la ropa puesta como único patrimonio, desembarca en el puerto de Tampico a principios de 1923. A los 33 años iniciaba así una nueva y fecunda vida de aventuras en México, país que habría de darle suficiente materia prima para convertirse en el gran escritor que fue. En 1951, el presidente Miguel Alemán le otorgó la carta de naturalización número 796, con la que adquirió la nacionalidad mexicana. Seis años después casó con la viuda Rosa Elena Luján, a quien había conocido durante el rodaje de la película La rebelión de los colgados, en el que se hacía pasar como Hal Croves, representante del escritor. Traven Torsvan Croves falleció de paro cardiaco a los 79 años de azarosa vida y a su funeral no asistió un solo literato, aunque sí se interesaron por el desvelo de su identidad: todo empezó con un minucioso rastreo en Acapulco que realizó el desaparecido periodista y escritor Luis Spota sobre la persona de un gringo de nombre Torsvan. “El acoso”, reconoció Spota, fue la clave para que ante el bombardeo de las insistentes preguntas, Torsvan dejara ver que él era B. Traven. “¿Por qué me persiguen? ¿Por qué me toman fotografías? ¿Por qué no me dejan en paz? Soy un hombre de bien. No le hago daño a nadie. ¿Por qué me hacen esto?”, les increpaba el viejo Torsvan a Spota y su fotógrafo, mientras cruzaba apresuradamente una calle polvorienta de Acapulco. Lo cierto es que pese al pertinaz acoso de Spota y su reportero gráfico, en ninguna de las fotografías lograron captar el rostro completo del gringo. Durante la implacable persecución, Torsvan se aplacó y luego de pedirles un chicle a sus perseguidores, aceptó hablar con ellos en una cantinucha. Todavía estaba enojado y cuando Spota insistió en que él era Traven, Torsvan respondió: “No, les repito que yo no soy B. Traven”. La revista Mañana publicó el artículo de Luis Spota el 7 de agosto de 1948, con un encabezado que decía: “Mañana descubre la identidad de B. Traven”. Así, Luis Spota había descorrido el velo que cubrió de misterio por más de medio siglo la vida de un escritor cuyo único deseo fue “extraerle al lápiz” las cosas que vivió. “Ahora, siendo ya mayor y cuando entiendo mejor al hombre y sus motivos, si tuviera la oportunidad de atraparlo nuevamente, mantendría la boca cerrada y no haría nada para descubrir sus secretos. Creo que el hombre tiene el derecho a vivir su vida”, confesó Luis Spota tiempo después, apesadumbrado por el hecho. Poco antes de su muerte, Traven escribió en El visitante nocturno: “La fama… ¿Qué es la fama después de todo? Apesta del infierno al cielo. Así es… ¿De qué le sirve a uno ser famoso después de muerto? Ahora todo el mundo sabe quien soy. Dentro de unos años ni 50 personas sabrán escribir mi nombre. Y después, nadie sabrá ni donde quedaron mis restos”. Y tal como fue su deseo, las cenizas de Traven Torsvan Croves, o Ret Marut, o Hal Croves, o B. Traven, el escritor que dejó tras de sí un montón de pistas falsas, condenando a sus biógrafos a la ardua tarea de seguir sus misteriosas huellas, fueron esparcidas en la Selva Lacandona, donde vivió –y vive— su obra.